viernes, 27 de noviembre de 2009

Vida, muerte y entretanto de Paquito

Corrían tiempos en los que las tradiciones no se habían desvirtuado y, tanto mayores como pequeños, nos aferrábamos a ellas como punto de referencia simbólico de nuestras plácidas existencias.
Hoy me voy a referir al jueves lardero, ese día que daba paso al carnaval y, por tanto, a la severa cuaresma. Salir al campo a ponerse ciego de todo aquello que, en unos días, no se iba a poder probar.
Las costumbres de la época en mi tierra, Cuenca, aconsejaban tortilla y gorrino en todas sus variedades. La ternera en forma de chuletón o el buey a la piedra fueron inventos posteriores.
Un buen año, hartos del mismo ritual, mi hermano y sus amigos decidieron darle un toque distinto a la celebración.
- ¿Por qué no compramos este año un lechoncete vivo para la merienda y lo hacemos al fuego?
Gran idea recibida con alborozo por todos los presentes, menos por el aguafiestas de turno.
- Si, claro. ¿Y matarlo?
- Vamos, no jodas. Hemos visto montones de veces como lo hacen los matarifes el día de la matanza. No paha na! (“No pasa nada”, para los no avezados en el lenguaje castellano), yo me encargo – confirmó el “lanzao” de turno.

Acallados los ecos opositores, quedaron al día siguiente para desplazarse con el seiscientos de uno de los pocos de la peña que tenía coche propio y no tenía que “pedirlo prestado” a su padre. Llegaron al pueblo, entraron en la carnicería y, como respuesta a su pregunta, los enviaron a casa de un vecino para que les vendiera el futuro manjar.

- ¡Qué bonico el gorrinete!, ¡y que sonrosado!
- ¿De que color quieres que sea, tonto el haba, si es un lechón?
- No se, vivo y tan de cerca nunca había visto uno
-habló el urbanita.
- ¿Por qué no le ponemos un nombre como a todas las mascotas?
- Amos, hombre. ¡Si te lo vas a comer!
- Creo que hay que ponerle un nombre
–insistió la masa.
- ¿Y si luego le cogemos cariño?- recordó el práctico.
- Cuando hay hambre, ni cariño ni na.
- Le llamaremos Paquito, muy genérico y con pocas posibilidades de caer en la pena de su desaparición.
- Vale
– al unísono

Llegó el día de autos y se citaron en un paraje llamado Las Soletillas, bautizado así porque era un sitio donde la soledad era posible, si se deseaba. Sacaron al reo del maletero del seiscientos (una vez más, el coche protagonista) y dispusieron el patíbulo en una piedras cercanas.

- Es muy joven para morir –dijo el matarife con voz lánguida.
- ¿Y que quieres que hagamos? – increpó el gentío ya preocupado viendo peligrar la merienda.
- ¿Por qué no le damos una vuelta en la moto para que vea mundo antes de meterle el cuchillo?
- Vale, pero corta, que hay hambre y todavía tiene que hacerse.


La insensibilidad del grupo era patente. Claro que siempre se ha pensado que los gorrinos adquieren al nacer un destino universal, del que no pueden escapar.
Ni cortos ni perezosos metieron al lechoncete en una mochila con la cabeza fuera y le dieron una vuelta en un Vespino rojo último modelo, orgullo de su propietario.
Paquito disfrutó del paisaje y del paseo con expresión alegre, sin ser consciente de que esos eran sus últimos momentos en este loco mundo.
Paquito asado estuvo de miedo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario