viernes, 6 de noviembre de 2009

El viaje en barco

Después de comer las escasas viandas que ofrecen las amables azafatas, y que siempre complementas con algún bocadillo adquirido con urgencia en la terminal del puerto, llega el momento de intentar relajarse, dormir un poco y esperar la deseada llegada. En vano. La chiquillería no entiende de sosiego y circula alegre y ruidosa a través de los asientos, propiciando la nostalgia de Herodes entre el pasaje ajeno. Entre los que nos encontramos. El sin fin de su actividad aumenta los niveles de adrenalina en el cuerpo y optas por acudir a la sección de sucesos del periódico en busca de alivio, siempre hay otros que lo están pasando peor que tú.
El mar, en su ser y con su luz, y la terquedad de los hechos (dos semanas de vacaciones por delante), infunden la cordura suficiente como para aislarte del entorno y sucumbir al disfrute de la contemplación.
Llegamos a puerto, gran noticia. “No arranquen los vehículos hasta que se haya abierto la rampa”, pues todo el mundo con el coche en marcha, como si con ello fueran a acelerar un proceso lento, minucioso, marinero. Escenas como estas desenmascaran el verdadero estado del occidental medio y concluyen el camino al que nos estamos abocando. Ya lo decía Woody Allen en su libro “Sin plumas”, “la humanidad se encuentra ante una encrucijada y, de los dos caminos a elegir, uno lleva a la destrucción total y el otro a la desesperanza más absoluta”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario