jueves, 29 de abril de 2010

Carta de un ex-desempleado

Queridos amigos, queridas amigas,

estoy contento de informaros de que he conseguido trabajo remunerado. Me contrata una empresa que ofrece servicios jurídicos a empresas de la zona. Todo empezó en el mes de diciembre y se materializó ayer por la tarde.
Eran las 17:30 hrs. Ufano, con la siesta reciente, me personé en la empresa a concretar lo que iba a ser un inocuo convenio de colaboración en virtud del cual ambos -empresa y yo- nos proponíamos trabajar juntos para ofrecer el mencionado servicio a empresas; ellos ponían los contactos y yo mis conocimientos (knowledge en inglés) de abogado.
Hasta ahí todo correcto, sin ataduras, con el compromiso justo, sin amenazas cercanas.
Llego puntual a la reunión programada y me dicen que lo que hemos hablado hasta la fecha les ha gustado, que ven potencial en mi perfil profesional, que en la cuidad no hay mucha oferta de éste servicio específico, que han decidido arriesgar a pesar de la situación económica, etcétera. Y se descuelgan con que me ofrecen un contrato de seis meses -aceptablemente remunerado-, tiempo suficiente para conocernos, ver si somos compatibles, y sentar las bases de lo que puede ser una relación a largo plazo. Mi sorpresa fue grande, pues no se había hablado en ningún momento de ésta posibilidad.
Yo, prudente y temeroso a la vez, me había presentado a la reunión con barba de 6 días, los zapatos viejos y la camisa de lino azul desgastada y sin planchar, dispuesto a sugerir rechazo ante cualquier atisbo de acercamiento intenso por su parte, como finalmente ocurrió. No me salió bien la jugada, no debí limpiarme los zapatos.
Mi primera reacción dentro de la misma empresa fue de indignación; no se puede abordar así a una persona después de un año desempleado, es inhumano. Mantuve la sangre fría y logré salir sin manifestar mi ira. Una vez en el coche, cierto desasosiego se apoderó de mi. ¿Como es posible?, ¿qué he hecho para sufrir tal sinrazón?, ¿de qué han valido mis súplicas y oraciones?
Conforme avanzaba con el coche por el paseo marítimo (promenade en inglés), el desasosiego fue dando paso a la angustia. Al llegar a casa casi no podía ni respirar. Miraba mi pijama granate y gris de Carrefour, mi sillón reclinable marrón, mi ropa de deporte, mis ahormadas zapatillas de estar en casa (o de andar por ella, que nunca sé como se dice), mi rincón de ocio y lectura; todas aquellas pequeñas cosas que habían hecho feliz mi existencia a lo largo de los últimos doce meses. ¿Qué iba a ser de mi a partir de ahora?, pensaba entre sollozos y la algarabía de mi señora, que supongo veía cada vez más cerca su pre-jubilación.
Todo se derrumbaba a mi alrededor, así que decidí fumarme un par de cigarrillos -yo no fumo!- como paliativo, pero ni por esas. La angustia era tal que solo una primitiva (lotería, aclaro) millonaria premiada hubiera mejorado mi estado de ánimo. Lo intenté de nuevo más tarde con media botella de vino peleón durante la cena, pero nada. Seguía respirando con dificultad y fatiga. Me costó conciliar el sueño.
Esta mañana me he levantado un poco más sereno, aunque con claras secuelas psicológicas que espero no penalicen mi desarrollo futuro. Ya os contaré. Firmo mañana.
Un abrazo para todos.