viernes, 22 de enero de 2010

La edad no perdona

Hace mucho tiempo que no me caigo al suelo, testigos hay para confirmarlo. Ello se debe –aparte de un claro sentido del equilibrio- a la anchura de mis pies. El largo es normal para mi altura, pero el ancho una vez desplegados los dedos prensiles abarca tal cantidad de superficie que resulta difícil perder la verticalidad.
La última vez que me caí data de junio de 1969, cuando besé el suelo al bajarme de una bicicleta. Mi abuela nos había regalado una sin motivo aparente, es decir, con un buen motivo. El regalo era para todos los hermanos, cinco en total en línea con la natalidad del momento, en una época en la que tener una bicicleta para cada uno era algo que no estaba a nuestro alcance ni acumulando Mortadelos.
La bicicleta en cuestión era una Súper Cil de carreras, marca poco conocida y, por tanto, motivo de chanzas entre la chiquillería del barrio. Entre las más conocidas estaban las Orbeas, que nunca/siempre se estropean; las BH, que se estropean al primer bache; y así. La nuestra no tenía chascarrillo y nos inventamos “las que adelantan a 10000”. Ingenuo aunque doloroso para el resto de propietarios. Ahora se trataba de demostrar que la rima concordaba con la realidad, y a ello me dispuse al ser el mayor de los hermanos (grado superior, estreno asegurado). Recuerdo que me subí al velocípedo con mi pantalón dominical blanco impoluto, metí los pies en los rastrales y pedaleé con ímpetu hasta la meta. En ese momento de alegría, sin llegar a parar, traté de sacar el pie del rastral derecho con tan escasa fortuna que caí 90º sin oposición ni ayuda. Gané la carrera (no me avergüenza decirlo) pero me puse el pantalón perdido y el brazo y el hombro amoratados. Al llegar a casa, el pantalón roto y sucio me proporcionó una sesión de medios audiovisuales a base de zapatilla por parte de mi madre; del brazo y del hombro hablamos luego. El caso es que me recuperé del golpe en cuestión de horas, tiempo en el que tampoco fui consciente de dolor físico alguno; me quedó algo de remordimiento por el pantalón, pero también se me olvidó en seguida. A esas edades somos de goma.
Hace un par de días me caí por segunda vez en mi vida. Estaba en casa haciendo unas galletas al horno y me despisté con no se qué chorrada. Cuando olí el aroma que me llegaba de la cocina exclamé “hostias, las galletas, se queman”. Salí corriendo escaleras arriba y a la altura del salón pisé mal y me abroché una leche considerable. Mi cabeza paró en el reposabrazos del sofá y el resto del cuerpo quedó en el suelo como si de un saco de patatas se tratara. En otra época hubiera rebotado y me hubiera puesto de pie en cuestión de décimas de segundo, a mi edad (los 50 me acechan) quedé inerte en el suelo con la pregunta encima de mí a modo de “bocadillo”: ¿qué coño ha pasado?
Al cabo de unos segundos, con el aplomo de un guerrero redivivo, me levanté, me sacudí el escaso polvo (en casa somos muy limpios) de la ropa y me dirigí a la cocina a seguir con las operaciones previstas. Una semana después, todavía tengo la frente marcada y el hombro dolorido.
Cosas como éstas son las que me recuerdan mi entrada en la tercera edad. No te caigas, es mejor la ignorancia.

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