Hace un tiempo que se ha vuelto a poner de moda la incineración. Desde tiempos remotos se ha practicado, unas veces por castigo, otras por higiene, otras porque si.
Hace años, esta práctica era impensable. El cuerpo lo íbamos a necesitar para el día de la resurrección de los muertos. A ver qué va a hacer tu alma vagando sin envoltorio.
Ahora, una parte de la población opta por quemar al difunto; se mete el cadaver en el horno, se abre la espita del gas, se prende y todo queda reducido a cenizas. Dentro de poco, se abrirán también hornos de leña, para quemar al ser querido al estilo tradicional. El marketing no para.
¿Y qué hacemos con las cenizas? Ponerlas junto al cabecero de la cama no parece la mejor solución. Y en la despensa puede llegar a confundirse con el azucar moreno, menudo panorama. Una opción puede ser vaciarlas en el retrete y tirar de la cadena, última visita al parque acuático, pero parece un poco chusco.
Al final, la última voluntad pasa por ser esparcido en algún lugar al que se le haya cogido cariño. La aldea de los antepasados, el paisaje dónde declaró amor eterno, el parque dónde hacía footing diario y, por fin, el mar, cualquier mar, esa referencia onírica para gentes de todo tipo, origen y condición. Un lugar muy deseado para el oportuno vaciado.
Nadaba yo hace unos días en el Mediterraneo y, gracias a mi boca abierta y a una oportuna ola, me eché un trago de agua que, además de salada, me supo un poco rara. ¿A quién me había bebido esta vez?, ¿Pedro, Jean, Otto, Luisa? Quien quiera que fuera, no era tan amigo mio como para incorporarlo a mi dieta.
Por favor, aléjense de la orilla para espolvorear al finado.
Hace 4 años
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